Redacción
En vano se esforzaba el pequeño Juan Yepes, un huérfano de Fontivera, en Castilla, por aprender un oficio. Donde metía la mano se malograba el asunto. Dios tenía otros planes para él y le mostró el camino cuando entró a servir como ayudante de enfermero en el hospital de Medina del Campo.
El administrador mandó al muchacho, piadoso y de buen corazón, a que estudiara, esperando que posteriormente pudiese ser su hábil capellán. Pero a los 18 años Juan Yepes entró en la Orden de los carmelitas y recibió el nombre de Juan de la Cruz.
En la soledad de su celda y en oración constante logró tener conocimientos tan profundos de la vida interior, que en su primer encuentro con Teresa de Ávila ella reconoció la espiritualidad evangélica de Juan y se lo ganó para su gran causa reformadora."Del sufrimiento y la persecución, brotó en Santa Teresa y en San Juan de la Cruz la flor inmarcesible de la mística, que espiritualizó la devoción española del siglo XVI.
El primer convento de los carmelitas descalzos fue una casa campestre, destartalada y en mal estado, en Durvelo; las celdas de Juan de la Cruz y de su compañero de lucha, el padre Antonio, eran tan bajas, que sólo podían estar en ellas sentados o acostados. Descalzos iban a las aldeas vecinas para predicar y dar instrucción religiosa.
Algunos no pudieron olvidar el ejemplo y las palabras de los dos monjes y pidieron ser admitidos en la vida religiosa. Juan de la Cruz los aceptó con alegría como novicios. Tanto en Durvelo, como en Pastrana y en Mancera, los instruía en la práctica de las oraciones y en el retiro.
En su celda solitaria a menudo tuvo éxtasis, cuidadosamente ocultados de los hombres. En el más profundo arrobamiento escuchó la voz del Espíritu Santo en su alma. Así surgieron sus obras La subida al Monte Carmelo, La noche oscura del alma, El cántico espiritual entre el alma y Cristo y la Llama de amor vivo.
Pero mientras lo veneraban en los conventos nuevos de los descalzos, considerándolo su fundador y su guía, en las casas de la Orden antigua, abandonada por él, creció una oposición vehemente en contra suya y de Santa Teresa. La envidia por sus éxitos llevó a sus contrincantes a proceder con violencia. En un capítulo de la Orden fue condenado como un criminal, detenido y encerrado en la prisión de Toledo, en una buhardilla, donde sufrió muy mal trato y molestias por asquerosos insectos durante nueve meses. No le permitieron cambiarse de hábito ni de ropa interior.
Casi se puede considerar como milagro el que un hombre débil y enfermo pudiera aguantar estas torturas y, a pesar de su agotamiento, hubiera tenido el valor de huir en una noche oscura, echando mano de cobijas anudadas. Logró fugarse y olvidó las penas sufridas sin culpa. Ni una palabra de queja o de amargura salió de sus labios.
Pero su mística tendría desde entonces otro timbre. Vibra en ella el amor al sufrimiento, como una campana que se escucha a lo lejos. Su prisión tampoco quedó sin fruto para la obra de reforma. Los Papas Pío V y Gregorio XIII confirmaron la Orden de los carmelitas descalzos de ambos sexos; y en adelante, sin persecución, San Juan de la Cruz pudo dedicarse a la obra inmensa encomendada por Santa Teresa.
Debido a la reforma actuaba en muchas partes, más bien caminaba de convento en convento y siempre estaba dispuesto a dar su experiencia y su consejo."Cuanto más pasaban los años, tanto más San Juan de la Cruz se retiraba a un desierto rocoso de Segovia, dedicado sólo a los rezos y a la meditación. Pero aún allí lo encontraban los hombres. Tenía el don de ver el corazón, y decidía con claridad y determinación sus conflictos de conciencia. Al bajar de su desierto, preferentemente visitaba los hospitales para prestar a los internos los servicios más humildes, les llevaba alimentos suculentos y no descansaba hasta haberles conseguido las mejores medicinas.
Algunos de los hermanos más jóvenes de la Orden lo consideraban anciano y chocho, y creían que ya era tiempo de aligerar un poco la rigidez de las reglas. Entonces Juan de la Cruz estaba dispuesto a salvaguardar con toda la fuerza de su personalidad la estricta observancia.
Enojados por su oposición, sus enemigos lo anularon en el capítulo general en Madrid. Siguió impertérrito, ya sin el menor cargo. Poco después hasta se le dio la orden de embarcarse a América para librarse de él.
Obediente y lleno de alegría por la humillación, se preparó para el viaje, pero en el camino enfermó de gravedad y solicitó refugio en el convento de Úbeda, cuyo superior figuraba entre sus enemigos más enconados. Por cuatro meses sufrió tormentos de infierno. Su cuerpo estaba cuajado de úlceras. Trabajosamente se levantaba a veces, con ayuda de una reata para cambiar un poco de posición.
El superior trató de mortificar al enfermo con sus pláticas irónicas y a veces directamente ofensivas. Un hermano, compadecido, se quejó con el superior provincial y logró remediar la situación para que el santo pudiera morir en paz. El 14 de diciembre de 1591 falleció a los 49 años. Fue canonizado en 1726 por Benedicto XIII. Y después de 300 años, en 1926, el Papa Pío XI lo declaró doctor de la Iglesia.
San Juan de la Cruz, hombre celestial
“He querido rendir con mis palabras un homenaje de gratitud a San Juan de la Cruz, teólogo y místico, poeta y artista, “hombre celestial y divino” –como lo llamó Santa Teresa de Jesús--, amigo de los pobres y sabio director espiritual de las almas. El es el padre y maestro espiritual de todo el Carmelo teresiano, el forjador de esa fe viva que brilla en los hijos más eximios del Carmelo: Teresa de Liseux, Isabel de la Trinidad, Rafael Kalinowski, Edith Stein.
Pido a las hijas de Juan de la Cruz, las carmelitas descalzas, que sepan vivir las esencias contemplativas de ese amor puro que es inminentemente fecundo para la iglesia. Recomiendo a los hijos carmelitas descalzos, fieles custodios de este convento y animadores del Centro de Espiritualidad dedicado al santo, la fidelidad a su doctrina y la dedicación a la dirección espiritual de las almas, así como al estudio y profundización de la teología espiritual”.
Homilía de Juan Pablo II en Segovia, España, 4 de noviembre de 1982 (extracto).
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