Redacción
Juan nunca olvidó ni el día ni la hora en que Cristo los llamó a Andrés y a él: “Vengan a ver”… Eran como las 4:00 de la tarde”. En aquel tiempo Juan era aún discípulo del Bautista y su religión consistía en una ansiosa espera del Mesías; pero no es una espera pasiva, sino marcada con hechos varoniles y serios, ayunos y penitencias rigurosas.
Juan se sintió impulsado a seguir al Rabí de Nazaret porque veía en él al Mesías libertador. Durante mucho tiempo conservó los sueños terrenales del Reino mesiánico, a pesar de que diariamente veía y escuchaba que Jesús iba a levantar un reino del espíritu, no de la espada. Poco tiempo antes del día sangriento del Gólgota, Juan todavía buscaba, con ansiedad, acaparar el mejor lugar en el reino esperado.Sería erróneo pensar que el autor del evangelio más rico en ideas hubiera comprendido mejor al Señor que el resto de los Apóstoles, durante los tres años de su peregrinación. Sin embargo Juan, en su Evangelio, se autodenomina: “el discípulo predilecto del Señor”. No es una vana alabanza de sí mismo.
Los tres Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, fueron en verdad confidentes de Cristo y tuvieron el privilegio de estar muy cerca en varios de sus innumerables prodigios, además de contemplar su transfiguración en el monte Tabor y su profunda humillación en los jardines de Getsemaní.
Recordemos que Juan fue el único apóstol que tuvo el privilegio de reclinar su cabeza en el pecho del Divino Maestro, y tuvo la sinceridad suficiente para reconocer que no merecía ese amor. Debido a ello, trató de reparar sus errores con abnegada fidelidad. El honor del Maestro llegó a abrumarlo de tal manera, que cuando el Hijo del hombre era despreciado u ofendido, lo invadía un celo ardiente rayano en la ira destructiva.
Cristo caminaba hacia Jerusalén; los samaritanos se enteraron y le negaron la hospitalidad, que era un deber sagrado en todo el Oriente; los Apóstoles no acababan de comprender el rechazo; Juan, más airado que todos los demás, suplicó al Maestro que permitiera destruir a aquellos canallas con fuego del cielo.
Veamos otro hecho: un extraño, ajeno a los discípulos de Cristo, usando el nombre del Señor pretendía realizar curaciones, incluso de endemoniados. Al saberlo Juan, pidió permiso para enfrentarse con ese desconocido.
Este era Juan, el pescador de Cafarnaúm, antes de su conversión, antes de comprender el misterio de la redención humana a través de la Cruz.
Cuando Jesús preguntó a Santiago y a Juan: “¿Pueden beber el cáliz que yo he de beber?”, con valentía, ambición y desinterés, respondieron: “¡Sí podemos!” Pero a la hora de la prueba, al igual que los otros discípulos, al desencadenarse el furor de la plebe abandonaron al Señor.
Más tarde, Juan se decidió y apareció junto a la cruz de Cristo. A pesar de los insultos y amenazas de los judíos, a pesar del horror natural de ver a su Maestro lacerado y crucificado, a pesar de ver que sus esperanzas terrenas morían con él, no quiso abandonarlo en la hora postrera.La última obra de amor de Jesús fue un maravilloso testimonio de confianza. Con las palabras de despedida: “He aquí a tu madre”, colocaba el Señor crucificado a su Santísima Madre bajo la protección del Apóstol Juan.
En compañía de San Pedro permaneció Juan en Jerusalén para dirigir la joven Iglesia. Aun cuando las antiguas crónicas no revelan nada acerca de los diálogos entre la Madre de Cristo y San Juan, quizá éste recibió, durante esos años, la profunda y espiritualizada concepción acerca de la vida de Cristo que nos manifiesta en su Evangelio.
La vejez de San Juan se consumía en los trabajos pastorales de Éfeso y su continuo llamado hacia la caridad. Sus cartas sobre la encarnación de Cristo, en contra de los gnósticos, son verdaderos tesoros de la Iglesia.
Durante la persecución romana desterraron al anciano Juan a la isla de Patmos. En aquel marco maravilloso de soledad y naturaleza virgen, recibió la extraordinaria revelación llamada Apocalipsis, en la que los jinetes de la eternidad avanzan desde los confines del mundo para ejecutar el juicio de Dios. Es el fin del mundo, el juicio del Anticristo y de sus profetas, el nuevo cielo y la nueva tierra, la Jerusalén celestial: imágines simbólicas con las que describió el apóstol la consumación de los tiempos, el triunfo de la Iglesia y del Cordero.
Siendo muy anciano, San Juan pudo regresar a Éfeso. Allí terminó su Evangelio y las tres cartas dirigidas a los hermanos en la fe, y durante los primeros años del gobierno de Trajano, el discípulo predilecto del Señor falleció pacíficamente.
En la Iglesia de San Juan, en Éfeso, todavía se muestra su antiguo sepulcro, encima del cual, ya en los tiempos del cristianismo primitivo, se construyó una basílica que Justiniano cambió en una iglesia gigantesca, adornada con una cúpula en forma de cruz. Esta iglesia fue una de las metas favoritas de peregrinaciones en la edad antigua, hasta que los otomanos la convirtieron en ruinas. Actualmente está siendo reconstruida con la ayuda privada de los Estados Unidos de América.
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