Redacción
En este santo la Iglesia honra no sólo al primer misionero de la Compañía de Jesús, sino también al “patrono de todas las misiones católicas en el mundo”, como fue declarado por el Papa Pío XI.
Podemos preguntarnos por qué a este joven vasco, nacido el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier y dotado de las mismas inquietudes de Ignacio de Loyola, se le concedió tan alta distinción. Una falsa concepción de la vida monástica, dentro y fuera de la Iglesia, ha llegado a formar el siguiente prejuicio: la santidad de una persona consagrada depende del cumplimiento heroico de ciertas reglas o constituciones, suprimiendo totalmente las inclinaciones de la propia personalidad e incluso de la naturaleza humana.
La vida de Francisco Javier nos enseña en cambio que, desde San Pablo, el desarrollo de todos los dones recibidos por Dios es el que forma a los grandes misioneros de la Iglesia.Planes ambiciosos llevaron a Francisco Javier a Paría, en donde recibió en 1530, el título de “maestro”. Ahí se encontró con un compatriota suyo, ya convertido, Ignacio de Loyola, y aceptó su consejo de participar en los ejercicios espirituales de un mes.
Probablemente durante este tiempo el Señor comunicó a Francisco la gracia de una conversión profunda y la decisión de aceptar los consejos evangélicos con el voto misionero de viajar a Tierra Santa. Ordenado sacerdote en 1537, en Venecia, el año siguiente Francisco se presentó con Ignacio ante el Papa Pablo III para ponerse a sus órdenes, ya que entonces las tropas islámicas ocupaban los Santos Lugares.
El Papa lo mandó a las Indias portuguesas, nombrándolo “delegado papal” para toda Asia. En 1542 Francisco Javier llegó a Goa y empezó su trabajo misional, primeramente entre los cristianos ya bautizados, pero muy mal instruidos, en esa ciudad colonial portuguesa. En Cabo Comorín encontró unos 20,000 indígenas bautizados con las mismas deficiencias.
Más de un año quiso Francisco vivir entre esta gente pobre y sencilla. Su fervor lo llevó a catequizar a los leprosos y a proteger a los indígenas contra la avaricia de los portugueses y contra los ataques de los musulmanes fanáticos que residían en las islas vecinas.
Francisco Javier nunca descansó, pues se sentía impulsado por el mandato de Cristo de llevar la Buena Nueva hasta los últimos rincones de la tierra. Viajó por las islas de Oceanía, evangelizando hasta el Japón, a donde llegó el 15 de agosto de 1549. Se relacionó con personas influyentes y, sin embargo, después de dos años apenas había bautizado poco más de 2,000 japoneses.
En sus famosas Cartas de las Misiones, impresas tres años después de su muerte y leídas en todos los centros europeos de la Compañía de Jesús, el gran apóstol explicaba las razones de su fracaso, y a la vez, daba preciosos consejos: había que saber bien la lengua del pueblo, conocer su cultura, familiarizarse con sus costumbres y ritos. Sólo los misioneros cultos y con gran capacidad de adaptación eran bienvenidos en Japón.
Por último, Francisco Javier estaba convencido de que el camino al corazón del país de Sol Naciente para por China. Así entendemos el ardiente deseo del misionero de embarcarse a las costas chinas cuanto antes.
Los mismos portugueses, temerosos de ver disminuido el volumen de sus ganancias comerciales, lo dejaron abandonado en la pequeña isla de Sancián, cerca de Cantón. Su cuerpo fatigado, no resistió los ataques de la fiebre. Ofreció su agonía como una participación en la soledad de Cristo en el Huerto de los Olivos.
El intrépido misionero, que durante diez años recorrió el inmenso continente asiático y bautizó aproximadamente a 30,000 personas, murió abandonado, sin los auxilios de la iglesia, el 3 de diciembre de 1552.
Así cayó en la tierra labrada para Cristo una semilla de las que producen el ciento por uno de buen fruto en pro de las vocaciones misioneras. Su vida recuerda las palabras del Señor: “He venido a traer fuego a la tierra, y cuánto deseo que ya esté encendido” (Lc 12, 49).
Fuerza evangelizadora y salvífica del sufrimiento
“… En este mensaje para el DOMUND de 1984, exhorto ardientemente a todos los fieles a que valoren el sufrimiento en sus múltiples formas, uniéndolo al Sacrificio de la Cruz en orden a la evangelización, es decir, para la redención de todos aquellos que no conocen todavía a Cristo.
Millones de hermanos no conocen el Evangelio y no se benefician de los inmensos tesoros del Corazón del Redentor. Para ellos, no hay explicación suficiente del dolor; es el absurdo más opresor e inexplicable, que contrasta trágicamente con la aspiración del hombre a la plena felicidad.
Sólo la cruz de Cristo proyecta un rayo de luz sobre este misterio; sólo en la cruz puede encontrar el hombre una respuesta válida a la angustiosa interpelación que surge de la experiencia del dolor. Los santos lo han comprendido bien y lo han aceptado, y hasta, a veces, han deseado ardientemente ser asociados a la Pasión del Señor…
Exhorto, pues, a todos lo fieles que sufren –y nadie está exento del dolor—a dar este significado apostólico y misionero a sus sufrimientos.
San Francisco Javier, Patrono de las Misiones, impulsado de celo evangelizador para llevar el nombre de Jesús hasta los confines de la tierra, no dudó de afrontar todo tipo de penalidades: hambre, fría, naufragios, persecuciones, enfermedades: sólo la muerte interrumpió su marcha apostólica…”
Mensaje del Papa Juan Pablo II para el Domingo Mundial de las Misiones, 1984.
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