E
l viernes pasado Emir Olivares, reportero de esta casa editorial, sufrió el allanamiento de su domicilio por dos desconocidos y fue amenazado de muerte en forma reiterada por sujetos que dicen haber recibido un millón de pesos para matarlo por su cobertura informativa sobre la distribución de drogas en Ciudad Universitaria. Los amagos han sido enviados por medio de mensajes de texto y en llamadas de voz en las que se pretende obligar al informador a que entregue el doble de esa suma para no ser objeto de un ataque.
El día de los hechos la policía y la procuraduría capitalinas no atinaron más que a ofrecer que se investigaría la incursión como “intento de robo; en tanto, la Fiscalía General de la República (FGR) ofreció apoyo, pero nadie de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (Feadle) acudió al domicilio del periodista, y no es, sino hasta hoy, que el titular de esa instancia, Ricardo Sánchez Pérez del Pozo, recibirá en audiencia al reportero de La Jornada. Por su parte, Alejandro Encinas, subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración de la Secretaría de Gobernación (SG), afirmó ayer que el mecanismo de protección a defensores de derechos humanos y periodistas será modificado para que no sea sólo un instrumento reactivo, sino preventivo.
Lo cierto es que hasta ayer las llamadas y mensajes de voz y texto en los que se reiteraban las amenazas seguían llegando impunemente al teléfono celular del reportero, situación que ninguna dependencia federal ni local había logrado impedir. Resulta difícil entender que el delito de amenazas pueda ser perpetrado con tal facilidad y falta de consecuencias si se considera que, el rastreo de llamadas –y por consiguiente, la localización de los autores– resulta técnicamente factible y relativamente sencilla para las corporaciones policiales, a condición, con certeza, de que ostenten una mínima voluntad política.
Las agresiones y amenazas que nuestro compañero Emir ha venido sufriendo desde 2017 –de las que autoridades están al tanto– no pueden ser obviadas ni tomadas a la lige-ra, no sólo porque constituyen por sí mismas un delito penal y un atentado a la libertad de expresión, sino porque ocurren en el contexto de una violencia mortífera que en años recientes ha diezmado al gremio periodístico del país ante la pasividad y la omisión de las autoridades de los tres niveles de gobierno.
Sin ir más lejos, en 2017, con menos de dos meses de diferencia, los corresponsales de La Jornada, Miroslava Breach, en Chihuahua, y Javier Valdez, en Culiacán, fueron asesinados con el claro propósito de impedir que siguieran investigando e informando sobre las organizaciones delictivas que operan en ambas ciudades. A la fecha, las instancias encargadas de procurar justicia distan de haber culminado el esclarecimiento pleno de esas muertes y la identificación y aprehensión de la totalidad de los autores materiales e intelectuales. Más aún, en el caso de Miroslava el gobierno estatal ni siquiera ha investigado a figuras del panismo local que podrían estar involucradas, por acción u omisión, en el asesinato de la periodista.
En lo inmediato, las autoridades locales y federales tienen ante sí la obligación de otorgar protección efectiva a Emir Olivares, pero también la de identificar, localizar y detener a quienes se encuentran detrás de las amenazas en su contra, no sólo para tutelar su derecho a la vida y a la libre expresión, sino también para avanzar en el desmantelamiento de los grupos delictivos que se encuentran detrás de tales amagos.
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