V
an más de dos meses del inicio de las protestas sociales que sacuden a Chile y que se originaron por un intento gubernamental de elevar la tarifa del Metro de Santiago. El inesperado brote de descontento se generalizó muy pronto al resto del país y adquirió un rumbo preciso: poner fin al modelo neoliberal que impera en la nación austral desde la instauración de la dictadura militar que derribó al presidente Salvador Allende (1973) y continuado por los siguientes gobiernos de la democracia formal.
Asimismo, el movimiento hizo patente la escasa representatividad de las actuales instituciones y demandó la redacción de una nueva Constitución que remplace al documento de 1980, redactado bajo la presión de los remanentes de la dictadura con el propósito de impedir cambios sustanciales en esa orientación económica y en la conformación del Estado.
El gobierno que encabeza el derechista Sebastián Piñera ha simulado sensibilidad ante las protestas, y en ese sentido dejó sin efecto el alza tarifaria mencionada, procedió a la remoción del gabinete presidencial en pleno y ofreció algunas concesiones menores en materia laboral y educativa.
Por otra parte, el oficialismo maniobró para neutralizar la exigencia de un nuevo texto constitucional. Pero es claro que la administración chilena, si bien aislada, debilitada y cada vez más deficitaria en legitimidad, no tiene la menor intención de emprender un cambio significativo en el modelo imperante, el cual si bien ha dado a Chile una estabilidad macroeconómica sin paralelo en América Latina con cifras de crecimiento en apariencia envidiables, se ha traducido en un incremento indignante de la desigualdad y en la pérdida de derechos básicos –sobre todo, educativos, laborales y de salud– para la mayoría.
Lo más alarmante, sin embargo, es la brutal persistencia represiva del régimen en contra de las manifestaciones masivas que, a dos meses de iniciadas, no dan muestra de declinar: las fuerzas del orden –particularmente, la corporación de granaderos– han disparado indiscriminadamente con balines de goma sobre manifestantes y viandantes, han rociado con gases lacrimógenos avenidas, parques y hasta escuelas y edificios habitacionales, han matado a más de 20 personas, lesionado a miles, perpetrado cientos de violaciones y otras agresiones sexuales en contra de mujeres y de hombres, y han incurrido en otras modalidades de tortura.
La información sobre las decenas de jóvenes que han perdido un ojo o ambos por disparos de carabineros realizados a corta distancia ha dado la vuelta al mundo, y los abusos sexuales de la policía dieron origen a un motivo de protesta feminista que muy pronto se volvió vuelto universal: Un violador en tu camino. Y la barbarie se supera a sí misma: el pasado fin de semana la opinión pública se estremeció con el video de un manifestante que fue prensado entre dos vehículos antimotines, lo que le provocó graves lesiones internas.
Un hecho que no debe pasarse por alto es que la insólita barbarie represiva del gobierno de Piñera tiene en la historia reciente el sustrato de la violenta dictadura pinochetista, que fue un paradigma mundial de atropello a los derechos básicos de la población. Por más que hoy está en las calles de Chile una generación que mayoritariamente no enfrentó los horrores del régimen militar –y que, por consiguiente, no tiene el temor que quedó impreso en quienes sí los vivieron–, la referencia es ineludible y lleva a preguntarse si puede considerarse democrático un gobierno que para contener las manifestaciones en su contra recurre sistemáticamente a una violencia de Estado no muy distinta a la que empleó en su momento la tiranía castrense de Pinochet.
Publicar un comentario