E
l primer aniversario de la Presidencia de Andrés Manuel López Obrador, que se cumplió ayer, hace pertinente intentar una apretada síntesis de lo que ha significado hasta ahora el gobierno de la Cuarta Transformación. Por principio de cuentas, debe reconocerse que el propósito de cambio nacional que formuló el político tabasqueño en sus tres campañas presidenciales no ha sido una promesa vacía: en los últimos 12 meses el poder público ha experimentado una reconfiguración sin precedente, marcada en gran medida por el combate a la corrupción y una austeridad en ocasiones extrema.
Ha habido una reorientación presupuestaria general con un claro sentido redistributivo; la llamada reforma educativa
del sexenio anterior fue revertida, la política energética ha experimentado un claro viraje del entreguismo y el desmantelamiento al fortalecimiento de Pemex y la Comisión Federal de Electricidad; la política exterior ha sido reconducida del extravío en que fue colocada por los gobiernos del ciclo neoliberal a una recuperación de los principios históricos que guiaron la diplomacia mexicana y que la colocaron como ejemplo y punto de referencia en el mundo. Por añadidura, el gobierno federal ha cumplido en este primer año su compromiso de no aplicar medidas represivas contra movimientos sociales y los ha escuchado como no lo había hecho ninguna Presidencia en el último medio siglo.
En contraparte, la actual administración no ha logrado hacer realidad su promesa de llevar la economía nacional a un crecimiento de 4 por ciento; por el contrario, en el año que está por terminar el producto interno bruto terminará, si no en retroceso, al menos en una clara situación de estancamiento.
Pero el déficit más preocupante del actual gobierno ha sido su incapacidad para frenar la inseguridad y la violencia delictiva, fenómenos con certeza generados en sexenios anteriores, pero no por eso menos exasperantes para la sociedad.
Hasta ahora, la apuesta lopezobradorista de combatir la criminalidad en sus raíces –la pobreza, el desempleo, la marginación, el deterioro de los sistemas educativo y de salud, entre otras– no se ha traducido en una disminución perceptible de los índices delictivos; en cambio, el abandono de las estrategias oficiales belicistas y violentas ha dejado ver en toda su crudeza el enorme poder que las organizaciones criminales acumularon en los 12 años anteriores, y no parece haber a la vista una propuesta para hacer frente a corto plazo a ese alarmante fenómeno.
No debe desconocerse que las transformaciones emprendidas desde la Presidencia cuentan con un respaldo social acaso sin precedente desde el sexenio de Lázaro Cárdenas, como pudo constatarse ayer en el Zócalo, donde López Obrador rindió el tercero de sus informes no institucionales ante decenas de miles de seguidores.
Pero no ha de soslayarse tampoco que el proceso de cambio ha generado desconcierto e irritación, sobre todo en algunos sectores medios y altos. En todo caso, las fuerzas políticas derrotadas en la elección del 1º de julio del año pasado no han logrado capitalizar los descontentos minoritarios y mucho menos construir con base en ellos una propuesta de rumbo nacional alternativa a la de la Cuarta Transformación.
Los avances en el primer año de este proceso, con todo y sus errores y extravíos, así como la inviabilidad manifiesta de una regresión conservadora –como lo señaló el mandatario al final de su discurso– confirman, en suma, que el país ha transitado por algo mucho más profundo que un cambio de gobierno: ha terminado el viejo régimen y se asiste a la construcción de uno nuevo.
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