E
ntre los buenos propósitos para el nuevo año está el de poner orden en mi escritorio y llevar un registro puntual de mi trabajo y de mis compromisos. Necesito una agenda. Fui a comprarla. Al hojearla pensé en cuántas sorpresas me guardarán las hojas parceladas en días, horas y meses. Entonces, inevitablemente, recordé a Herminia Varas.
Ella y mi abuela Idalia se conocieron en las clases de bordado patrocinadas por una famosa máquina de coser. Desde entonces han conservado su amistad a pesar de que Herminia, por exigencias del trabajo de su padre, tuvo que mudarse a Querétaro. El día de la despedida hicieron el compromiso de visitarse. Durante años todo quedó en promesa. Pensé que así sería para siempre. Me equivoqué.
Una noche de diciembre, luego de varias semanas de no verla, fui a comer con mi abuela. Después de lamentar amorosamente mi ausencia me dio una buena noticia: ¿Quién crees que llega mañana? ¡Herminia! Estará sólo dos días y va a quedarse conmigo. Voy a hacerle una comidita el viernes. Invité a tus papás, pero ellos tienen un compromiso. Cuento contigo, ¿verdad?
III
Llegué a las 12 del día. Mi abuela me abrió la puerta. Enseguida noté el enrojecimiento de su frente, señal de contrariedad. Imaginé lo peor: ¿Tu amiga no llegó?
Sí, está en la sala. Habla con ella a ver si puedes convencerla de que no vaya sola.
Doña Herminia, que nos había escuchado, salió a mi encuentro. Después de abrazarme, me puso al tanto de la discusión que acababan de tener: Se molestó cuando le dije que pensaba ir al centro después de la comida. Dice que como está muy mal de sus rodillas no puede acompañarme. Lo entiendo. No hay problema. En Querétaro voy a todas partes sola y jamás he tenido problemas.
Mi abuela insistió: Aquí todo es distinto, hay mucha inseguridad. Hace bastante tiempo que no estás aquí. Las cosas han cambiado. El tráfico es de locos, por eso ya casi no salgo, a menos que alguien vaya conmigo.
Por la forma en que se volvió a mirarme entendí que esperaba mi ayuda y no pude menos que ofrecerla: Si a doña Herminia no le molesta, puedo acompañarla.
Sentí el alivio de las dos amigas. Comimos alegres, pero de prisa. A las tres de la tarde llamé al sitio de taxis.
Rumbo al centro le pregunté a doña Herminia si quería ir a algún sitio en particular. Al Zócalo. Quiero ir a la Catedral.
Después de un rato de permanecer en la iglesia nos pusimos a admirar los adornos navideños y la iluminación. Luego me propuso que camináramos un rato, sólo para ver.
Aunque a esas horas ya había mucha gente, nos detuvimos frente a una mueblería a ver el aparador: Aquí tenemos derecho de apartado.
Me preguntó que significaba eso. Pues que con una mínima cuota te reservan un mueble. Al comprador le dan un recibo y con esa constancia ya nadie más puede llevárselo.
Herminia me sonrió con una expresión extraña y sugirió que nos fuéramos a República del Salvador. No entendí qué cosa en particular la atraía hacia esa calle, pero no hice preguntas.
IV
Después de ver algunos apara-dores entramos en una papelería –la primera de las varias que recorrimos–. En todas preguntaba si ya les habían llegado las nuevas agendas. Quien estuviera dispuesta a atenderla ponía a su alcance una buena variedad de libretas marcadas con la cifra del año a punto de empezar. Doña Herminia las hojeaba pero en todas encontraba defectos: la letra muy pequeña, la tinta casi invisible o que los nombres de los días y los meses estuvieran escritos en otros idiomas, incluido el portugués.
Ese detalle en particular la exasperaba: Señorita linda: estamos en México. ¿No tiene agendas en español? Para usarla bien necesito entenderle.
Incapaces de complacer a su clienta, las empleadas se mostraban desanimadas y varias veces me disculpé con ellas.
Después quiso que fuéramos a la calle de Venustiano Carranza. Recorrimos otras tantas papelerías hasta que al fin encontró la agenda que necesitaba: de forma italiana, con letra grande, los nombres de los meses y los días escritos en español. Lo que más le agradó fue que al pie de las páginas tenía un recuadro perfecto para hacer anotaciones personales
, nos explicó un dependiente con aspecto de trabajar en una funeraria.
Ya era tarde cuando regresamos a la casa. Mi abuela, al ver que no llevábamos bolsas ni paquetes, le preguntó a doña Herminia si no había comprado nada. Claro que sí: mi agenda.
Me dio las gracias por haberla acompañado y se retiró a la recámara. En cuanto nos quedamos solas le pregunté a mi abuela para qué necesitaba agenda una señora sin compromisos de trabajo ni vida social. La respuesta fue breve: “¡Quién sabe! Hay personas que con la edad se vuelven ideáticas. Me temo que eso es lo que le está sucediendo a Hermi. Mejor que descanse. ¿Te quedas a cenar?’ Esta vez rechacé la invitación argumentando cansancio. Bueno, pero al menos ve a despedirte de Herminia, aunque a lo mejor ya está dormida.
No fue así. Había luz en la habitación y la puerta sólo estaba entornada. Desde allí pude ver a doña Herminia, sentada en la orilla de su cama, mirando la agenda que tenía abierta sobre sus rodillas. Le pregunté qué hacía y me contestó radiante: Ejerciendo mi derecho de apartado. Se me ocurrió cuando pasamos por la mueblería. Así como hay personas que reservan sillas o mesas, yo quiero apartar tiempo. Escribo en la agenda lo que me propongo hacer en cada día del nuevo año y nunca falto a mis compromisos: le prometí a Idalia que la visitaría y aquí me tienes.
No se me ocurrió qué decir y ella siguió adelante: Mi cumpleaños es el 19 de julio. Caerá en domingo. La próxima Nochebuena, en jueves. Pienso celebrarla con una comidita. Te invito y por favor, convence a Idalia de que vaya también.
Cuando salí no le dije a mi abuela lo sucedido. Al despedirnos la abracé muy fuerte y pensé en regalarle una agenda para que aparte de una vez otra porción de tiempo en 2020.
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