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l jueves pasado La Jornada publicó que un comando, aparentemente del cártel de Santa Rosa de Lima, entró por la fuerza al Centro de Rehabilitación de Adictos Dios es Nuestro Salvador, en la ciudad de Irapuato, y raptó a 26 jóvenes, aparentemente con la finalidad de reclutarlos. Afortunadamente, al par de días apareció otra noticia que informó que las fuerzas de seguridad de Guanajuato habían logrado liberar al menos a 13. Aunque se mostraron renuentes a denunciar los motivos del rapto, aparentemente los adictos fueron raptados para identificar puntos de venta de droga en la ciudad. Por otra parte, la noticia no dejó en claro cuántos de entre los plagiados siguen cautivos.
El tema de los centros de rehabilitación de adictos –conocidos como anexos– no ha recibido la atención que merece. Se sabe relativamente poco sobre ellos (cuántos son, dónde están, cómo y bajo qué condiciones operan). Así, una nota reciente de El Informador alerta que en Jalisco sólo 10 por ciento de los anexos están certificados. Tampoco es fácil darse idea exacta del número, ubicación y situación de estos establecimientos a escala nacional. Se trata, en todo caso, de una institución que ha florecido en toda América Latina.
Los anexos usualmente son organizados por un ex adicto, que salió de su afición mediante una conversión religiosa. Aparentemente, la mayoría de estos sitios son manejados por pastores evangélicos, pero los centros de rehabilitación de adictos son, además, lugares de encierro. Allí se busca rescatar a los dependientes ya incontrolables, cuyos parientes temen por sus vidas. Usualmente, entran ahí obligados –muchas veces raptados y encerrados por la fuerza– por familiares en coordinación con los dueños del anexo. Adentro, los usuarios ya no pueden salir hasta que sus parientes van por ellos, o si no hasta que el dueño del lugar lo disponga. En otras partes, los adictos están presos. Muy frecuentemente viven en condiciones de hacinamiento, a veces con castigos físicos impuestos a quienes se porten mal. Y siempre con un régimen intenso de oración y de confesiones públicas.
El antropólogo Kevin O’Neill publicó recientemente una notable etnografía de los anexos en la Ciudad de Guatemala con el título Hunted: Predation and Pentecostalism in Guatemala (University of Chicago Press, 2019). Hasta donde sé, se trata del estudio cualitativo más completo que se haya escrito sobre el tema. Como sistema de curación, la técnica del cautiverio y sometimiento del adicto a una disciplina de oraciones y de rutinas laborales implacables no funciona. Es decir, la mayor parte de los encerrados en los anexos no se cura y vuelven pronto a la droga o al alcohol cuando salen del establecimiento. Frecuentemente, además, con grandes dosis de culpa y autocastigo. El antropólogo describe también cómo los adictos se van volviendo dependientes del cautiverio, ya que piensan que sólo presos consiguen dejar de consumir drogas.
Aun así, O’Neill tampoco piensa que la institución sea un simple fracaso, ya que los anexos sacan de las calles a personas cuyas vidas estarían de otra manera en peligro inminente y los mete en instituciones de encierro en las que –a diferencia de las cárceles– al menos no consumirán droga durante el cautiverio. En otras palabras, los anexos pueden ser entendidos como cárceles privadas, manejadas usualmente por pastores evangélicos, donde se encierra a adictos por periodos indefinidos, muy frecuentemente contra su propia voluntad y sin apelación posible de su parte.
A veces estas instituciones han sido utilizadas activamente por el crimen organizado. Así, tanto La familia michoacana como Los caballeros templarios financiaban redes propias de anexos, que utilizaban luego para reclutar soldados. Por otra parte, hace unos 10 años en Ciudad Juárez un grupo armado asesinó a 18 jóvenes en un centro de rehabilitación, aunque nunca quedó muy claro exactamente por qué. Y ahora está la noticia de Irapuato, donde aparentemente raptaron a adictos para identificar expendios, presumiblemente para controlar la venta al menudeo de la droga.
Aunque se trate, al final, de noticias dispersas, me parece que los centros de rehabilitación de adictos merecen una atención pública más seria y sostenida de la que han recibido; en primer lugar, porque habla de la falta de recursos públicos destinados al tratamiento médico y sicológico de las adicciones. Además, el tema revela que existe un sistema carcelario paralelo a las cárceles conocidas, operado de manera privada, que funciona sobre todo para sacar a los adictos de las calles y someterlos a una cura religiosa que, las más de las veces, no funciona. Además, los centros de rehabilitación abren una pequeña ventana a la relación complicada que opera entre el narcotráfico y sus adictos que son usados cruelmente, sea como carne de cañón o como informantes cautivos.
Nuestra sociedad desprecia injustamente a los adictos y duramente los increpa por su condición. Esta actitud ha abonado en la invisibilidad de los centros de rehabilitación y en la condonación tácita de un sistema de cautiverio desesperado e inapelable.
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