Redacción
Entre las flores de santidad que por el carisma de San Francisco crecieron en todo el mundo, la más bella flor de Alemania fue Santa Isabel que, de acuerdo a las costumbres de la nobleza medieval, a los cuatro años fue declarada novia del príncipe Ludovico de Turingia. En tan tierna edad dejó su patria, Hungría, y fue entregada a la custodia de su futura suegra, la princesa Sofía.
Una característica de la pequeña Isabel era su amor a Jesús Sacramentado, ante quien se postraba frecuentemente en la capilla del castillo de Wartburg. Después de jugar y practicar su deporte preferido, la equitación, tenía siempre tiempo para unos momentos de oración silenciosa. A los 15 años se casó con el príncipe, que entonces tenía 21 años de edad.
Este matrimonio era felicísimo, pero desgraciadamente duró muy poco tiempo. A los seis años de casados el esposo se unió a los caballeros de una Cruzada para rescatar Tierra Santa del poder de los musulmanes, y a consecuencia de una fiebre maligna murió en la ciudad italiana de Otranto el año 1227. Isabel con sus tres niños pequeños, lloró amargamente al recibir la noticia de la muerte de su esposo.
Ludovico, junto con Isabel, había purificado el ambiente feudal de su territorio y había hecho justicia a los pobres campesinos explotados por los nobles. Desde el día de su boda, Isabel no probaba ningún bocado los días de fiesta si antes no comprobaba que el alimento se había comprado honradamente o era fruto del propio trabajo de los siervos del castillo.
Muerto su esposo, los nobles tomaron venganza contra la viuda indefensa. Querían a la fuerza someterla a las costumbres feudales en detrimento de los pobres. Sin vacilaciones, Isabel con sus tres niños dejó el castillo para convertirse en pobre. Con gran alegría pronunció los tres votos evangélicos y entró en la Tercera Orden de San Francisco, apenas fundada. El emperador de Alemania, Federico II, obligó personalmente al cuñado de Isabel a devolverle los bienes robados que le correspondían a ella. Con este dinero Isabel fundó un hospital para gente pobre en Marburgo, en donde ella misma trabajó diariamente como enfermera, entregándose a los servicios más humildes.
La excesiva severidad de su confesor, el franciscano fray Conrado, la obligó a dejar hasta la tutela de sus tres hijos. Así, al dejarlo todo por amor a Cristo pobre, cumplió el Evangelio al pie de la letra. Su confesor, ciertamente bien intencionado, quiso llevarla por el camino de una obediencia extraordinaria a una amistad íntima con Cristo, a ejemplo de San Francisco y de Santa Clara.
El Señor llamó a Isabel a sus bodas celestiales el 19 de noviembre de 1231. Cuatro años después de su muerte fue canonizada por el Papa Gregorio IX. Ese mismo años su cuñado, Enrique Raspe, arrepentido, empezó a construir una de las más preciosas iglesias góticas de Europa en honor de Santa Isabel en la ciudad de Marburgo, en donde descansaron sus restos durante 300 años. El conde Felipe de Hassen, al hacerse protestante, profanó la tumba y las reliquias de la santa desaparecieron.
Típico en la vida de Santa Isabel de Hungría fue su corazón extraordinariamente compasivo. Sentía en carne propia no sólo los sufrimientos de Cristo sino también los de cada ser humano explotado, marginado, enfermo y sumido en la detestable miseria de aquellos tiempos.
Innumerables instituciones de caridad, dentro y fuera de Alemania, llevan todavía hoy el nombre de la santa para dar testimonio de que amar es compartir totalmente la suerte del ser amado.
En varias ocasiones he aludido a la parábola evangélica del rico y Lázaro. ¿Es que el rico fue condenado porque tenía riquezas, porque abundaba en bienes en la tierra, porque vestía de púrpura y lino, y todos los días banqueteaba espléndidamente? No, diré que no lo fue por esta razón. El rico fue condenado porque no prestó atención a otro hombre. Porque no trató de informarse de Lázaro, la persona que yacía a su puerta, ansioso de saciarse con lo que caía de su mesa. Nunca condena Cristo al simple poseedor de bienes materiales. Por el contrario, pronuncia palabras muy severas contra quienes usan sus bienes materiales de un modo egoísta sin prestar atención a las necesidades de los otros.”Juan Pablo II, homilía en el Yankee Stadium de Nueva York. 2 de octubre de 1979.
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