Redacción
Una de las tragedias más grandes y casi ignoradas por el mundo occidental fue la cruel persecución y destrucción que sufrieron todas las comunidades de rito ortodoxo en Ucrania, Rumania y Polonia, esto es, en todos los territorios que después de la segunda guerra mundial, en 1945, fueron ocupados por el comunismo soviético.
Miles de fieles, sacerdotes y obispos, fueron encarcelados, torturados y asesinados por un solo crimen: ser fieles al único vicario de Cristo en la tierra, al Papa de Roma y, a la vez, ser fieles al rito eslavo, de venerable tradición.
Con la canonización del santo obispo Josafat, en el año 1867, el Papa Pío IX quería enseñar a la Iglesia universal lo que ha sufrido desde hace muchos siglos, por su fidelidad a la Santa Sede, esta porción heroica de la Iglesia Católica.
Josafat nació en 1580, en Ucrania, en el seno de una familia griega ortodoxa. Empezó a trabajar como comerciante en la ciudad de Vilna, entonces parte de Polonia. Siguiendo el llamado del Señor, ingresó en 1604 en un monasterio de los monjes de San Basilio, y practicó la liturgia de ese rito ortodoxo con entusiasmo y exactitud. Sintió un gran deseo de unirse a la Iglesia universal, unión que habían logrado y a en el año 1569 algunos obispos del rito ruso ortodoxo de la ciudad de Brest-Litowsk. A este mismo rito se incorporó Josafat para promover el ideal de la Iglesia, “Una y Santa”.
Entre los ortodoxos todavía separados de Roma, la Santa Sede había concedido la conservación de la venerable liturgia oriental, considerándola como gran tesoro de la tradición antigua de los primeros siglos del cristianismo. Josafat fue nombrado, después de algunos años de celoso apostolado, arzobispo de Polotsk.
Por su fidelidad al rito oriental atrajo a muchos fieles y sacerdotes a la unión con Roma en el rito ruso. Esta liturgia fue la predilecta del santo obispo día y noche. También escribió un Catecismo católico, que propagó en toda su diócesis.
Las penitencias que él mismo se infligía con increíble austeridad iban unidas a un gran aprecio del sacramento de la Reconciliación, cuya frecuencia recomendaba a sacerdotes y fieles.La pena más grande de su vida fue el nombramiento, por el patriarca de Jerusalén, de un obispo cismático, quien propaló la calumnia de que Josafat quería destruir el rito ortodoxo para obligar a que todos se hicieran católicos del rito latino. Este obispo predispuso al pueblo contra el legítimo pastor. Organizó una considerable campaña de odio político y religioso, de modo que el 12 de noviembre de 1623 algunos fanáticos asaltaron el obispado para asesinar al obispo Josafat. Los criados, que querían protegerlo, fueron brutalmente heridos. El obispo se enfrentó a los asaltantes y les preguntó: “¿Por qué golpean a éstos? ¿Qué mal les hicieron? Si buscan al obispo, aquí estoy”. Enseguida fue atacado con hachas y espadas que le destrozaron la cabeza. Tenía 43 años de edad.
Debido a la cruel persecución de la Iglesia rusa y ucraniana en estos últimos tiempos, todos los Papas más recientes han honrado la memoria de San Josafat. El Papa Pablo VI hizo incluir a este obispo mártir en el santoral universal de la Iglesia romana.
“Sobre las ruinas del Coliseo se levanta la cruz. Mirando hacia esta cruz, la cruz de los comienzos de la Iglesia en esta capital y la cruz en su historia, debemos sentir y expresar una solidaridad particularmente profunda con todos nuestros hermanos en la fe que también en nuestra época son objeto de persecuciones y de discriminaciones en diversos lugares de la tierra. Pensemos ante todo en aquellos que están condenados, en cierto sentido, a la “muerte civil” por la denegación, del derecho a vivir según la propia fe, el propio rito, según las propias condiciones religiosas. Mirando hacia la cruz en el Coliseo, pedimos a Cristo que no les falte –al igual que a aquellos que en otro tiempo sufrieron aquí el martirio—la fuerza del Espíritu de que tienen necesidad los confesores y los mártires de nuestro tiempo.”
Juan Pablo II, Alocución al terminar el Viacrucis del Viernes Santo, 1979.
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