Redacción
Junto con su hermano Simón, Andrés creció en la rivera del lago Tiberíades o mar de Galilea, ganándose un escaso sustento como pescador, bregando contra viento y marea.
Fue muy diferente de Simón, el hombre impetuoso y colérico que pronto olvidaba su ira y volvía a la tranquilidad. Andrés amaba el lago, como todo hombre ama su patria chica, pero sus pensamientos viajaban, con las aguas del Jordán, hacia el sur de su región.
Predicando penitencia y bautizando, había surgido un profeta nuevo, Juan el Bautista. Andrés se preguntaba si era justo salir con su barca y remendar sus redes como si nada hubiera pasado, mientras en el sur sucedían grandes acontecimientos y tal vez se cumplía el anhelo de Israel por la llegada del Mesías.
Pronto, el pescador de Betsaida se contó entre los discípulos de Juan el Bautista. La austeridad del maestro, sus ayunos y su clamor exigente de penitencia no lo asustaron. Con él esperaba la llegada del “Poderoso” anunciado por las profecías de Isaías.
Cierto día, el Bautista señaló a un hombre extraño, sencillamente vestido, llamado por algunos “el hijo del carpintero” de Nazaret y considerado como el “largamente esperado”, como la promesa y consumación de Israel. Dijo que aquél era “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
Ciertamente sus palabras exigían una fe que trasladara montañas, pero Andrés necesitaba tiempo para aclarar sus dudas y calmar su alegría desbordante. Un buen día, a hurtadillas, con Juan, el hijo de Zebedeo, siguió al desconocido Rabí, fue aceptado con bondad y pasó horas inolvidables con el Hijo del Hombre. En una noche decidió su futuro.
Cuando los esbirros de Herodes llevaron al Bautista a la mazmorra del castillo de Maqueronte, Andrés, sin esperar más tiempo, se declaró públicamente discípulo de Jesús y acompañó al “Buen Maestro” en sus caminatas por Judea y Galilea; también le presentó a su hermano Simón, y no se asombró cuando el Señor le dio el honroso nombre de “Pedro”; humildemente cedió a Simón el primer lugar en el cariño del Maestro.
Andrés tenía una fe inalterable: la religión de temor del Antiguo Testamento y la austera seriedad del Bautista del Jordán quedaron superadas por la Buena Nueva que todo lo abarca y todo lo salva, por el amor paternal de Dios, que Cristo vino a manifestar. Por eso, sin recelo, el apóstol condujo a los griegos ante Jesús, ya que deseaban ver al Señor y habían sido rechazados despectivamente por los discípulos.
Andrés también se había preocupado por saciar el hambre de los miles de hombres y mujeres que rodeaban al Salvador. Lleno de confianza, le llevó al muchacho que traía cinco panes y dos peces. Jesús recompensó su fe y su bondad con uno de los milagros más bellos, que sirvió como símbolo de la Sagrada Eucaristía.
Existen datos de que, después de la dispersión de los Apóstoles, Andrés predicó el Evangelio en el sur de Rusia, en la región de los Balcanes y en Grecia. Según la tradición, fue martirizado el 30 de noviembre del año 60, clavado en una cruz en forma de equis, en Patras. Los restos del primer discípulo del Salvador se conservan en Amalfi; su cráneo fue llevado a Roma en el transcurso del siglo XII.
En 1964 todos los padres del Concilio Vaticano II rindieron homenaje a esta venerable reliquia de San Andrés y después fue regalada, por orden del Papa Pablo VI, como señal de unión con los griegos ortodoxos, a la ciudad de Patras, en Grecia.
Existen muchos templos en honor de San Andrés, tanto en Roma como en el resto de Europa, particularmente en Grecia, Escocia y Rusia.
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