Redacción
En la cripta de la Iglesia de San Andrés, muy cerca de la catedral de Colonia, en Alemania, se puede visitar la tumba de un hombre que con razón merece el título de “el Grande”. En esta ciudad empezó San Alberto su labor espiritual y cultural. La misma catedral de Colonia es un símbolo del edificio que San Alberto levantó en el siglo XIII como profesor, teólogo e investigador de ciencias naturales, además de ser provincial de los dominicos, obispo y predicador de una Cruzada.
Ya desde su estancia en Italia, Alberto empezó a investigar científicamente las maravillas de la naturaleza. Sus obras abarcan unos 40 tomos, tratan de medicina, geografía, astronomía, botánica, física y, sobre todo, el reino animal. Por medio de las leyes de la vida animal, comprobó que las especies inferiores se explican por las superiores y que el homnbre es el milagro más grande de la creación.
Su inteligencia no se limitó al campo de las ciencias. En teología San Alberto fue asimismo un hombre de capacidad extraordinaria, porque incorporó el espíritu de los escritos filosóficos de Aristóteles en la teología católica, después de depurarlos de la influencia judía y árabe. Con su discípulo, Santo Tomás de Aquino, construyó la teología escolástica. Al morir éste, Alberto impulsó inmediatamente la canonización de Tomás de Aquino como baluarte del dogma católico y modelo de santidad. Entre estos dos santos amigos encontramos algunas afinidades que explican la desbordante creatividad de estos gigantes del mundo intelectual: ambos estudiaban de rodillas, llevaban una vida de oración personal con Dios y recibieron las luces del Espíritu Santo.
San Alberto era también hombre dedicado a la gente del pueblo. Siempre tenía tiempo para confesar y predicar a los sencillos feligreses. Para dar ejemplo de pobreza a sus frailes, hacía sus viajes pastorales casi siempre a pie, llegando a recorrer increíbles distancias, como la ruta desde la corte papal de Anagni hasta Leningrado.
Con objeto de reparar los daños que un obispo feudal había causado en Ratisbona, Alberto aceptó, a los 67 años, el nombramiento de obispo. Llevó una vida de pobreza y pudo convertir a los fieles de la diócesis, y después de tres años la devolvió al Papa en paz y armonía.
Donde había cuestiones sociales, políticas y eclesiásticas casi insolubles llamaban a San Alberto, para que, con su sabiduría y su corazón noble, ayudara a arreglar los problemas, cosa que casi siempre logró.
En los últimos meses de su vida quiso estar solo con Dios en su celda del convento de los dominicos en Colonia. El 13 de noviembre de 1280 todas las campanas de la ciudad anunciaron su muerte. Los países de Europa se entristecieron porque adivinaron que habían perdido a uno de sus teólogos más grandes que a la vez fue un hombre de íntima vida religiosa.
Una de sus sentencias más sabias dice lo siguiente:
¿Quieres tú descubrir los misterios de Dios? Pregunta a un hombre que por amor de Dios vive la pobreza evangélica con alegría. Éste conoce los misterios de Dios mejor que el teólogo más erudito de la tierra”.
En 1622 fue beatificado y, a pesar de que la devoción hacia él fue en aumento, llegó al honor de los altares hasta 1931, cuando el Papa Pío XI lo proclamó doctor de la Iglesia, con lo cual le daba el título equivalente a santo.
“…Oh Dios, creador nuestro, autor y luz del espíritu humano, tú has enriquecido a San Alberto en el fiel seguimiento de Jesucristo, nuestro Señor y Maestro, con un profundo convencimiento de la fe. La creación misma era para él revelación de tu omnipotente bondad, mientras iba aprendiendo a conocerte y a amarte más profundamente en las criaturas. Asimismo investigó las obras de la sabiduría humana, como también los escritos de los filósofos no cristianos, que le abrieron paso hacia un encuentro con tu gozoso mensaje…”
Plegaria de Juan Pablo II ante la tumba de San Alberto Magno, Colonia, 15 de noviembre de 1980.
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