José Mercadillo Miranda*
Era el año de 1933. Hacía pocos días que había sido asesinado en el altar y durante la celebración del santo sacrificio de la Misa, el celoso párroco de Irapuato, don Martín Lawers.
El criminal fue enviado por enemigos gratuitos (1) de aquel santo varón, algunos de los cuales habían recibido de él innumerables beneficios. Este incidente dio ocasión para que hubiera cambios de lugar entre eclesiásticos de la diócesis de León, y el que esto escribe, que casi había salido del seminario, fue enviado a San Miguel de Allende, Gto., para encargarse dela Acción Católica y servir como vicario de la parroquia.
Por aquel entonces era párroco de la ciudad sanmigueleña, el señor presbítero don Enrique Larrea, de grata memoria. La persecución religiosa no había cesado aún. Se tañían las campanas con toques medidos y estaba proscrito el uso de sotanas en las calles. La ley señalaba un sacerdote por cada dieciséis mil habitantes en algunas poblaciones, entre ellas, San Miguel de Allende y, ni quien soñara, en aquel tiempo, en manifestaciones públicas de religiosidad.
En este ambiente embarazosos y molesto llegué a la ciudad fundada por Fray Juan de San Miguel, de la que actualmente soy párroco; recuerdo que, como era la primera vez que me encontraba en el atrio de la parroquia, sobrecogido por la belleza de la ciudad que empezaba a asomarse ante mis ojos, más que pensar en ambientes adversos contra eclesiásticos, me puse a contemplar la plaza con el embeleso que producen las cosas nuevas, sin olvidarme, claro está, de mi principal objetivo, que era presentarme ante el señor cura.
Frente a la parroquia y mirando al jardín y a mano derecha, un hermoso portal que lleva el nombre del héroe de la Independencia Nacional Don Ignacio de Allende y Unzaga.
Dos casas son las que originan estos portales, una la primera de abajo para arriba de una construcción primitiva y la otra de sabor señorial. Al frente el palacio municipal entre tres asas: la de la izquierda que tiene un letrero en donde se lee: "Escuela Secundaria" (2) y las otras dos de bella construcción.
Al lado izquierdo del palacio de los de La Canal: otros dos edificios de antiguo estilo que forman un segundo portal, y finalmente al lado poniente de la parroquia la hermosa casa de la cuna de Allende, con un letrero sobre el suntuoso pórtico que dice: "Hic natus ubique notus".
El frontis de la parroquia, una mole imponente con estilo ojival no definido, pero que a la simple vista impresiona y causa inexplicable bienestar. Junto a la parroquia la fachada del templo de la Santa Escuela con su escalinata y pórtico coloniales. En la torre de este último el reloj que regulariza el tiempo en la vida de los pobladores de San Miguel.
El jardín, lleno de perfumadas flores y con algunos árboles enormes en cuyas ramas han hecho sus nidos miles de urracos que hacen algarabía inaudita y que le dan peculiar sabor a las mañanas claras y frescas como esta.
A la sazón pasó junto a mi un señor que resultó ser don Rafael Ortiz, después mi amigo. A él me dirigí preguntándole dónde podría encontrar al señor cura, y la respuesta no se dejó esperar:
-En el curato, señor.
Me encaminé hacia la residencia del párroco e intenté entrar por el camarín del Señor de la Conquista, mas siendo como era domingo (6 de marzo), encontré la puerta cerrada. Fracasado mi primer intento, pensé en buscar otro medio de dar con el señor cura, pero, para aquel entonces ya varias personas se habían reunido a mi alrededor,y, como iba vestido de seglar portando una pequeña petaca -origen de horrible sospechas- me veían con rareza y preocupación.
No me amilané supuse que subiendo los escalones del curato estaría la entrada a la residencia, puesto que, por la puerta que había tocado varias veces no me abrían, y entonces, al llamar en la puerta del curato, acercóseme un feligrés que exabrupto, me preguntó:
-¿A quién busca?
-Al señor cura, -le dije-.
-Para qué lo quiere... (en tono autoritario).
-Mire -añadí, comprendiendo las sospechas de que era objeto- soy sacerdote.
-Tiene sus papeles, sus facturas o patentes...? -me contestó-.
-No tengo ni papeles, ni menos facturas o patentes, pero tome Ud. esta tarjetita y llévesela al señor cura, fue mi respuesta.
Por fortuna hizo lo que le dije.
Platicáronme después que al señor cura le habían advertido que no saliera a decir misa que porque andaba en el atrio de la parroquia un desconocido que portaba una bomba en un veliz, con lo cual lograron desconcertarlo momentáneamente, pero cuando leyó mi tarjeta, con su característica forma de expresarse, dijo al mensajero: (3)
-¡Ah, qué brutos! Es el nuevo vicario... ¡Qué bomba ni que nada! Dígale que pase en seguida, para que diga la misa de siete y evite la trinación...
Entre tanto, que yo sudaba frío, pues momento a momento, a la entrada del curato, se reunía mayor número de gentes, viéndome con rareza y desconfianza, cosa que me hacía escamarme por el problemático destino que pudiera tener mi pellejo; mas, al fin, apareció el mensajero, con mil caravanas y otras tantas excusas, diciéndome:
-Perdóneme su reverencia; pase por aquí...
-Y repetía entre dientes, y yo sin darme cuenta por qué: ¡Qué bomba ni que nada!... qué bomba ni que nada! ¡Ah qué brutos!
Desde esa noche, supe que había quien cuidara mis espaldas, porque los católicos sanmiguelenses tenían la consigna de cuidar a sus sacerdotes, temerosos de que se repitiera el sacrilegio de Irapuato.
(1) - Se dijo también que los masones fueron los directores intelectuales y los que pagaron para asesinarlo.
(2) - Esta casa fue comprada al gobierno y en ese lugar esta ahora la Posada de San Francisco.
(3) El temor era fundado porque en esa época no era raro que asesinaran sacerdotes.
*Tomado de:
Anécdotas sin importancia
Segunda edición
José Mercadillo Miranda
Imp. San Miguel
Cuadrante No. 24
San Miguel de Allende, Gto., México.
Primera Edición: 15 de septiembre de 1960
Segunda Edición: 29 de junio de 1983.
Tiro: 2,000 ejemplares
Páginas 13-17
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