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os ciudadanos mexicanos son conscientes de una realidad atroz: si llegan a ser víctimas de un delito, las posibilidades de obtener justicia son prácticamente nulas. Las cifras resultan demoledoras: ni siquiera uno de cada 100 delitos recibe un castigo, pues sólo se denuncian cinco de cada 100, y de ellos sólo 12 por ciento llega a una resolución favorable al denunciante. Con un índice de impunidad nacional de 99.3 por ciento, hay algunas entidades donde el panorama es aún más desolador; en el estado de México, de 202 mil carpetas de investigación abiertas en 2017, sólo 0.59 terminó en sentencia.
Hasta cierto punto, la situación puede atribuirse al déficit crónico que experimentan las diversas instancias del sistema de justicia (policías, ministerios públicos, tribunales). Por ejemplo, mientras que la media mundial es de 16 jueces o magistrados por cada 100 mil habitantes, en México apenas se cuenta con 3.59; asimismo, se estima que hacen falta 120 mil policías estatales debidamente capacitados para cubrir las necesidades en la materia. En el caso del Poder Judicial, el déficit llama la atención habida cuenta de los ingentes recursos asignados a este rubro por la administración federal anterior: entre 2013 y 2018 su presupuesto pasó de 46 mil a 71 mil millones de pesos anuales, un incremento de 54 por ciento.
Pero las carencias materiales y humanas no bastan para explicar los pobres resultados del conjunto del sistema de impartición de justicia. En efecto, no poco del deterioro que experimenta la persecución y sanción de los delitos ha de atribuirse a la ineptitud, la indolencia, la insensibilidad y la cada vez más difícil de ocultar corrupción de amplios sectores dentro de las corporaciones policiacas, los ministerios públicos y los juzgados. La lista de atropellos a la justicia perpetrados por los primeros responsables de garantizar el cumplimiento de las leyes resultaría interminable, pero puede ilustrarse a través de dos casos emblemáticos. En primer lugar, la agraviante conducción de las indagatorias en torno a la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero. Esta tragedia, quizás el más notorio episodio de violación de los derechos humanos en nuestros país durante la década pasada, se convirtió durante el sexenio anterior en un lamentable ejemplo de desaseo institucional, y sigue agraviando a los familiares de las víctimas por las liberaciones de detenidos dictaminadas por jueces. Por su parte, la conducta de los juzgadores que han conocido el caso de pederastia agravada en contra de la menor Daphne Fernández –violada de manera tumultuaria en 2015 por cuatro jóvenes pertenecientes a familias adineradas de Veracruz– se convirtió en un signo tanto de la insensibilidad de los impartidores de justicia, como del poder de los sectores pudientes para delinquir impunemente.
El asesinato de Abril Cecilia Pérez Sagaón, perpetrado el lunes 25, volvió a poner en el centro del debate público la inoperancia del sistema de procuración de justicia, y levantó una justa indignación social que debería constituir el inaplazable punto de inflexión para un saneamiento profundo del aparato de procuración de justicia con la finalidad de cortar de raíz la impunidad de los agresores y la revictimización de los afectados.
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