L
a conmemoración del centenario de la formación del Partido Comunista Mexicano (PCM, fundado el 24 de noviembre de 1919), es una inmejorable oportunidad para echar una mirada –aunque en este espacio sea necesariamente esquemática– a una agrupación polí-tica que acompañó de forma activa el laborioso camino de México rumbo a la democracia.
Para las generaciones más recientes el término comunista
suele estar asociado a episodios como la demolición del Muro de Berlín o la disolución de la Unión Soviética, que a finales del siglo pasado marcaron el desplome de un modelo económico-social que durante ocho décadas se presentó como alternativa al capitalismo, y que generó en todo el mundo diversas esperanzas de cambio para las mayorías. Se trata, pues –propaganda y realidad mediante– de una noción más bien negativa. Y en México, donde la estructura del PCM se fusionó en 1981 con otras organizaciones para afrontar las necesidades políticas que se le presentaban a la izquierda de nuestro país en esos años, los jóvenes suelen colocar la actividad y el desempeño de ese partido en el estante de la historia antigua.
Sin embargo, minoritario, clandestino, hostigado y reprimido por los distintos gobiernos que se sucedieron al término de la Revolución Mexicana, el PCM fue un importante referente para la izquierda y los grupos progresistas que en México se opusieron al régimen de partido único, buscando la equidad social y mejores condiciones de vida para los trabajadores. En esa desigual contienda, los comunistas mexicanos –a menudo divididos internamente, enfrentados por cuestiones doctrinarias y fragmentados más en sectas que en sectores– utilizaron los métodos más diversos de lucha: desde la armada hasta la cultural, que fue la que precisamente le dio sus mayores logros. Pensadores, escritores, poetas, pintores, muralistas y artistas gráficos apoyaron y promovieron las luchas campesinas, obreras y estudiantiles, compensandola debilidad numérica del partido con la trascendencia de su producción estética.
Sin renegar de la vía democrática (que no era tal, dada la disparidad de recursos políticos, económicos y legales comprometidos en favor del partido oficial), el PCM participó al menos en cinco elecciones presidenciales (1929, 1934, 1952, 1964 y 1976), aunque en dos de ellas ni siquiera contaba con registro. Pero su principal vía de acción fue la participación –en diversos grados y proporciones– en movimientos sociales, obreros, campesinos y estudiantiles.
En ese contexto, la reciente disposición del actual gobierno de trasladar a la Rotonda de las Personas Ilustres los restos de Arnoldo Martínez Verdugo (quien fuera secretario general del partido) y de Valentín Campa (militante del PCM y dirigente del movimiento ferrocarrilero de 1959), constituye un justo reconocimiento simbólico no únicamente para ambos dirigentes sociales, sino también para el propio partido en el que se formaron y cuyos principios no estaría mal recordar en el degradado escenario político de estos días.
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