U
na serie de movilizaciones comenzaron hace casi un mes, el 17 de octubre, en todo el territorio libanés, cuya principal exigencia es la salida del conjunto de la clase política.
El detonante del imparable descontento social fue la pretensión del gobierno de imponer un gravamen a los servicios de mensajería instantánea por teléfono móvil, rápidamente retirada tras las muestras de repudio, pero se han alimentado del malestar subyacente por el deterioro de la economía y por lo que los ciudadanos perciben como una corrupción generalizada del grupo gobernante.
Actualmente, lo que ya es a todas luces un fenómeno que rebasa la coyuntura que le dio origen, se vio atizado por el torpe manejo por parte del presidente Michel Aoun.
El martes, el jefe de Estado instó a quienes no confiaran en su gobierno a emigrar, mientras ayer un soldado disparó contra un manifestante, quien en consecuencia murió. Resulta difícil eludir el paralelismo con la crisis política que ha vivido Chile en las semanas recientes: primero, porque un descontento de larga data estalló en forma de multitudinarias y sostenidas protestas debido a una medida aparentemente menor, pero que tocaba las finanzas de las mayorías; segundo, porque los gobernantes no sólo se han mostrado incapaces de ofrecer un cauce institucional a los reclamos ciudadanos, sino que han hecho no poco por enfurecer a las multitudes con su insensibilidad, cerrazón y empecinamiento en repetir fórmulas probadamente fallidas; y tercero, por el grado de cohesión ciudadana en torno a un reclamo, por encima de otras banderas o lealtades.
Sin embargo, la analogía no puede extenderse más allá de este punto.
Mientras en la nación andina existe un elevado índice de conciencia en torno a la inoperancia del sistema económico mismo, y se ha formado ya un consenso sobre el camino a seguir (la relaboración de la Carta Magna, que sustituya al texto heredado de la dictadura), en el país de Medio Oriente el malestar parece dirigirse de manera exclusiva contra los agentes políticos.
Asimismo, la comprensión cabal de las movilizaciones en Líbano requiere considerar las tensiones de una nación mayoritariamente árabe y musulmana, pero con una influyente población cristiana, lo cual se refleja en el fuerte componente anticonfesional de las protestas.
Cabe esperar que la magnitud del descontento social encuentre eco en la clase política libanesa, que ésta reaccione a la prolongación de las manifestaciones con el tacto de cuya carencia ha hecho gala hasta ahora, y que se produzca una resolución pacífica de la más reciente crisis en esta región cuya estabilidad siempre resulta frágil.
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