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as ciudades chilenas vivieron ayer el inicio de la tercera semana de protestas sociales contra los modelos político y económico que imperan en la nación austral, y mientras era presentado en el exterior como dechado de estabilidad y desarrollo, iba acumulando un océano de descontentos. A partir del 18 de octubre, la hasta entonces apacible democracia representativa del Cono Sur ha sido sacudida por una oleada de irritación, detonada por la decisión gubernamental de incrementar el precio del pasaje del Metro, y desde entonces no ha amainado.
El gobierno de Sebastián Piñera, cuyo índice de aprobación cayó el fin de semana pasado a una nueva marca histórica de 13 por ciento, intentó contener las protestas por medio de una represión brutal, que fue como echar gasolina al fuego.
Una semana más tarde, Piñera removió a su gabinete y posteriormente pidió perdón a la sociedad agraviada y anunció un paquete de concesiones económicas y administrativas.
Ambas medidas resultaron a todas luces insuficientes para apaciguar a una población cuya exigencia va mucho más allá: reclama, ni más ni menos, un cambio de modelo. Es claro que en tales circunstancias el empresario derechista que ejerce el poder Ejecutivo carece de la fuerza política y hasta del horizonte mental para imaginar una salida pacífica a la crisis.
Con el país en llamas, Piñera no encuentra más solución que disputar las calles al movimiento social mediante una violencia represiva que recuerda las atrocidades cometidas por las fuerzas públicas en tiempos de la dictadura militar: suman ya decenas los manifestantes que han muerto a manos de efectivos del Cuerpo de Carabineros y hay miles de heridos y detenidos; además, las organizaciones humanitarias locales han denunciado torturas y violaciones de prisioneros en los cuarteles policiales.
El resto de las instituciones –empezando por el Legislativo y los partidos– acusan una parálisis semejante y no logran ni siquiera vislumbrar una forma de dar cauce a la inconformidad social.
Y es que no son sólo la desigualdad brutal, la carestía, la privatización de todo lo imaginable y la falta de movilidad social los factores del hartazgo ciudadano, sino también la patente falta de representatividad de la formalidad política e institucional.
En suma, la abrumadora mayoría de los chilenos clama por un cambio de rumbo para su país y un nuevo pacto social que permita dejar atrás el neoliberalismo.
Significativamente, Chile fue la primera nación en la que se aplicó ese dogma económico, por la simple razón de que los ciudadanos se encontraban postrados y atomizados por el terror de la dictadura pinochetista y no tenían manera de oponerle resistencia.
En el punto al que se ha llegado 46 años después, no existe ninguna solución fácil para volver a la gobernabilidad, pues no se mira en el escenario chileno una autoridad capaz de convocar a un diálogo que genere consensos sobre el nuevo país que las mayorías desean.
No obstante, es claro que el gobierno debe parar en seco sus medidas represivas, sus actos de provocación y sus graves violaciones a los derechos humanos. Una actitud semejante podría generar la distensión y las condiciones necesarias para que los chilenos debatan y diseñen la puerta de salida del infierno neoliberal que durante muchas décadas fue disfrazado de paraíso.
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