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ras meses de una batalla política y judicial, ayer el gobierno de España logró exhumar los restos del dictador Francisco Franco del conjunto monumental del Valle de los Caídos para su posterior traslado al cementerio madrileño de Mingorrubio, en el cual se encuentran enterrados otros integrantes de su familia y de la prolongada tiranía impuesta en el país desde 1939.
Además de las resistencias, las reacciones viscerales y hasta las amenazas por parte de familiares y simpatizantes del tirano, la exhumación fue criticada por líderes partidistas de uno y otro lado del espectro ideológico porque fue percibida como un acto propagandístico del presidente Pedro Sánchez de cara a las elecciones del próximo 10 de noviembre, en las cuales el jefe de gobierno buscará la mayoría necesaria para superar la condición de mandatario en funciones en que se mantiene desde su llegada a La Moncloa hace 15 meses.
Más allá de las críticas, debe apuntarse que el dirigente socialista hizo lo que no se atrevieron a hacer sus antecesores y compañeros de partido Felipe González (1982-1996) y José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011) y que suscitó la condena de las derechas, tanto las más directamente emparentadas con el franquismo, como el neofascista Vox y el Partido Popular, como las pretendidamente modernas agrupadas en Ciudadanos: el retiro de los restos de Franco del mausoleo que se hizo erigir fue un desagravio indispensable, así se haya realizado casi 44 años después de que al dictador se le enterrara con todos los honores de Estado, como prócer y no como el criminal de guerra que fue. En efecto, constituía una grotesca anomalía que un Estado oficialmente democrático mantuviera al genocida enterrado en un monumento nacional que, para mayor agravio, fue levantado con el trabajo esclavo de los defensores de la república, y donde los cuerpos de 33 mil de ellos fueron arrojados a fosas comunes en un salvaje acto de venganza póstuma.
Además, la exhumación es un acto a todas luces saludable en tanto la política institucional también se dirime en el terreno de los símbolos, y la permanencia de Franco en el Valle de los Caídos era un símbolo tan ofensivo para la memoria de las víctimas del alzamiento fascista y de la posterior dictadura como impresentable y vergonzoso para una democracia.
Sin embargo, este elemental acto de reparación histórica está lejos de saldar las deudas del Estado español con su no tan remoto pasado dictatorial: los enormes pendientes de la transición democrática iniciada en 1978 quedan de manifiesto no sólo porque la exhumación llegó con cuatro décadas de retraso, sino porque tuvo lugar entre las airadas protestas de fascistas nostálgicos y de los neofascistas de última generación que experimentan una preocupante alza en las preferencias electorales. Además del mencionado arraigo de semejante ideología en ciertos segmentos sociales, el carácter inacabado de la transición se revela en la institución de la corona, en la vigencia de una Constitución redactada con el visto bueno de los herederos monárquicos de Franco, o en la imposibilidad de los nacionalismos peninsulares para conseguir sus reivindicaciones en el contexto institucional de la España contemporánea.
Así pues, la exhumación es un paso adelante lleno de significado, pero ante todo un recordatorio del largo camino pendiente para cerrar las heridas de la Guerra Civil y de la brutal dictadura fascista, condición ineludible para el establecimiento de una democracia verdadera y funcional.
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