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ías después de que el presidente Sebastián Piñera tildara a quienes se manifiestan contra sus políticas de puñado de delincuentes
, ayer la intendencia deSantiago debió reconocer que fueron másde un millón de personas que salieron a las calles sólo en la ciudad capital para exigir el fin del asfixiante modelo neoliberal impuesto por el dictador Augusto Pinochet en la década de 1970, y continuado e incluso profundizado por todos los gobiernos elegidos en democra-cia desde 1990. La jornada de protestas, res-paldada por cientos de miles en otras regiones del país, fue el punto –hasta ahora– culminante del más grande levantamiento popular en la nación andina desde el fin de la dictadura hace tres décadas.
La magnitud de la participación da cuenta del rechazo a las medidas cosméticas anunciadas por Piñera para tratar de contener el incendio social que provocó al autorizar un incremento en el precio del Metro de Santiago, pero sobre todo, al responder a las primeras manifestaciones contra el tarifazo haciendo gala de sus instintos autoritarios. Incluso para una clase política tan insensible como la chilena, debía ser claro que las concesiones del gobierno –aumento inmediato de 30 dólares mensuales a las pensiones mínimas, incremento de 50 dólares a los salarios mínimos, cancelación del tarifazo eléctrico, rebajas en los precios de medicamentos que se venden con un enorme sobrecosto y alza de 5 por ciento en impuestos a los más ricos, entre otras– resultan de obvia urgencia, pero también insuficientes e incluso ofensivas para un pueblo que ha sufrido 19 muertes, cientos de heridos y miles de detenidos en manos de la brutal represión desatada por un gobierno que jamás ha ocultado sus simpatías hacia el periodo dictatorial.
Si esta irrupción popular resulta sorprendente en una nación que, salvo puntuales estallidos sectoriales, había mostrado una virtualmente ilimitada capacidad de resignación ante el continuado deterioro en las condiciones de vida de las mayorías, lo es menos al ponerla en el contexto regional. En efecto, apenas unos días antes de que el desatino de Piñera sacara a los chilenos a las calles, la sociedad ecuatoriana había obligado al presidente Lenín Moreno a dar marcha atrás en su intento de sacrificar al país para satisfacer a la oligarquía y al Fondo Monetario Internacional; mientras que en Argentina el ultraderechista Mauricio Macri se encamina a la confirmación de la aplastante derrota electoral recibida durante las primarias de agosto en rechazo a los costos sociales de su ortodoxia neoliberal.
Además de mostrar la generalización del hartazgo ante un sistema económico depredador que se ha vuelto insostenible, la unidad mostrada por la sociedad chilena es un estruendoso eco de las últimas palabras del presidente Salvador Allende quien, poco antesde caer asesinado por las huestes golpistas el 11 de septiembre de 1973, vaticinó la apertura de las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor
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